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La nueva normalidad

Updated: Sep 18, 2020


He vuelto a andar por las calles, al principio prevenido y ahora preocupado. Ya no es la pandemia en sí sino lo que ella dice de nosotros. La nueva normalidad se me presenta para ver cómo lo que antes estaba inhumanamente mal, ahora ya se ha agudizado y acoplado dramáticamente al nuevo escenario. Banalizamos el miedo porque es tiempo de pasar la página, cambiar de armario, consumir incluso las catástrofes. Y antes de acabarse ésta ir pidiendo la próxima ola, la siguiente ronda, más espectacular y más rápido.


Pero también, la insoportable pandemia se muestra como el hedor de una bolsa de basura guardada por demasiado tiempo en nuestra propia casa. Hemos estado bastante tiempo con nosotros mismos y nuestro cúmulo de privilegios. Todos nos adaptamos: el que tenía espacio lo llenó de juegos y reservas y donde hay hambre los estómagos se han reducido de tamaño. Y por la extensa convivencia ya se nos ha adherido el olor a lo que guardamos, o más bien, los perfumes ya no logran disimular esta esencia humana degradada, nuestro olor a cuerpo anónimo y mortecino que ha vuelto pletórico a las calles.


Somos la versión de una derrota, no contra la enfermedad, sino contra la humanidad que se canibaliza cada vez que tiene la oportunidad de amarse de otra forma. Somos la resignación de andar contradictoriamente con la mirada limpia, por encima del tapabocas, al tiempo que con fuerza frotamos contra el inframundo los zapatos, y los que estén abajo –que siempre los hay- deben agradecerlo, como agradecidos nosotros hemos tomado las respectivas migajas de la planta superior que han caído por El Hoyo.



La nueva normalidad no es un mundo mormónico de gente despierta y feliz; es un lugar, en cambio, donde la destrucción ha tomado un receso para reincorporarse frenética y hambrienta contra su objeto de deseo, que repudia y odia, pero que no puede abandonar porque se apodera de él en la medida en que se esnifa las blancas cenizas de la tierra. Y somos adictos a esta relación literalmente tóxica y edípica hacia la Madre. Somos las hijas huérfanas que claman por mendigar y voluntariamente esclavizarse para que las torres macroeconómicas no se desplomen sobre nosotros ni la construcción de la colmena del Logos se detenga. Todos ofrecemos en sacrificio nuestra vida al Desarrollo. Ese ha sido el impuesto que desproporcionadamente hemos pagado por UNA idea de existencia. Unos donan la sangre y otros se agrandan las venas.


La nueva normalidad no se cura con una vacuna. No hay aguja técnica que cale hasta el alma donde se ha instalado nuestro desasosiego y ese vacío que intentamos satisfacer dándole un mordisco a lo que tengamos cerca, incluso a los planetas que están en la mira de las nuevas misiones espaciales. La nueva normalidad consiste en normalizar-estandarizar una vez más lo que no debe ser tolerado; refrendar un desequilibrio grotesco, una jerarquía y distinción –entre blancos/negros, ricos/pobres, hombres/mujeres, humano/no-humano, ciudadano/inmigrante, etc- impuesta por la fuerza simbólica, legal y policivo-militar; es intentar sedarnos tapizando con diseños de puertas abiertas las paredes para simular que ya todo ha quedado atrás, que nunca tuvimos que despedir a muchos desde lejos, y no me refiero sólo a las víctimas directas del virus sino a todas las muertes de las crisis previas y simultáneas que quedaron opacadas por la pandemia y que se guardan en las fosas comunes del olvido.


Como si no hubiéramos tenido que seguir el avance de la muerte al igual que si se tratase de una acción en la bolsa de valores, que sube y baja dependiendo del que mande, compre o venda material sanitario. Reflejo patente de cómo se han exterminado vidas comerciando oro, madera, carbón, caucho, litio o el crudo en ésta y otras épocas que todavía no aplanan la curva del genocidio ni del epistemecidio.


La nueva normalidad no tiene nada nuevo: es la distopía que nadie creyó que llegaría tan pronto, la falsa calma que suele ser carnada de una guerra despiadada, de un autoritarismo oportunista, de hacer banquetes con las desgracias de los más golpeados y vulnerables. Y tampoco pretendo ser desesperanzador, pero a quienes les conviene esta dinámica han repetido esta misma canción desde que existe la música y han dicho que el problema es de quien no la baila. Ellos ganan también cobrando la entrada. Por eso, creo, hace falta entonces apagar esa radio y que se mueva aún más la tierra para que no sigamos en el mismo sitio; para sintonizar otras frecuencias. De lo contrario sería ésta la misma normalidad cruel de siempre con un breve ajuste de temporada.


Quizá, y con ello lo contradigo, ni siquiera ‘un dios pueda salvarnos’, como dijera Heidegger, porque necesitamos de algo o alguien menos colonizado por nuestras exigencias mesiánicas. Lo seguro es que la salida no será la nueva normalidad. Quizá nos reste sumirnos en esta incertidumbre y desde allí forjar sin distinciones eso que todavía nadie sabe cómo se llama o dejar que otras voces, desde hace tanto silenciadas, nombren con pleno derecho el devenir de estos tiempos inciertos y la dirección de las preguntas lejanas.

Con todo mi aprecio

Juan Felipe




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